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Alta suciedad. Fobias de una viajera.

Fobias. La cámara oculta se difundió el año pasado. En ella se ve a la mucama de un cuarto de hotel

 

no identificado que, en ausencia del pasajero,  revisa sus cosas e intenta acceder a su laptop. Pero no es lo peor: el clímax  llega cuando la mujer manipula las almohadas con los mismos guantes con los que fregó el baño. Los videos con este tipo de contenido no son nuevos: en 2013, el programa canadiense Marketplace reveló una imagen inquietante: una empleada de la cadena Econo-lodge usa el cepillo del inodoro para limpiar el lavatorio de sus habitaciones. Junto a un microbiólogo, la cadena también denunció los gérmenes encontrados en cafeteras, tazas y baldes de hielo de varios hoteles.

El recuento de estos videos no me deja nada tranquila. ¿Cuántas veces habré estado expuesta a una gastroenteritis fulminante por usar un vaso de la habitación que vaya a saber con qué se lavó? Y eso que soy el tipo de persona que cada vez que pernocta en un hotel toma el control remoto con dos kleenex por miedo a contraer alguna enfermedad que gangrene sus dedos.

Y, sin embargo, para mí no hay mejor programa que  pasar la noche en un hotel. Idealmente, uno nuevo, al que me toque estrenar: me pasó el año pasado,  en el por entonces flamante Mundo Imperial. También este año, en  The Grand, en Punta del Este. Un hotel con nombre pretencioso que, sin embargo, adoré. Nuevo -aunque no me tocó inaugurarlo-, con un diseño que permite que todas sus habitaciones den al mar. Sus amenities son Acqua di Parma, un detalle que aprecié.

Pero, amenities al margen, ¿qué explicación tiene que una persona obsesionada con la limpieza de una recámara previamente habitada por miles de extraños pernocte en un lugar que tal vez presente un abanico de posibilidades de contagio? No lo sé. Sólo puedo decir que parte de mi práctica de viajera consiste en cambiar por unos días mi habitual escenografía por una nueva experiencia que empieza, siempre, y no antes, cuando entro en un cuarto de hotel. Por lo general, el ritual es el mismo: espero que el botones se vaya, arrojo mi equipaje a un costado, y empiezo a inspeccionar cada rincón de la habitación. Lo más urgente es examinar qué tal es la vista desde la ventana…  Luego, cuáles son los productos de tocador que me esperan. Me fijo si habrá cargador para el Ipod. ¿Se ofrece bar de almohadas? ¿Agua mineral de cortesía? Examino el minibar: aunque no suelo consumir nada -por sus precios, a veces delirantes, no porque no tome-, me gusta ver qué bebidas habría a mano si llegara a necesitarlas. Abro el placard… el detalle de la luz que se prende al abrir la puerta siempre es bienvenido, así como la plancha , y una buena cantidad de perchas. Prendo el televisor y tanteo con el control -previamente envuelto en una ziploc- hasta que doy con lo que busco: CNN, el canal con la suficiente globalidad como para tranquilizarme en un lugar extraño, pero excitante.

 

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