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Tenemos que hablar de esto…

Un tema ríspido: los robos en los hoteles.  Reflexiones sobre esos faltantes en la intimidad de la habitación.

La primera vez que vi un Iphone fue en el 2007. Participaba en un viaje de prensa por Jamaica, invitada por la cadena Sandals. A los dos días los periodistas invitados ya éramos todos cuates y la última noche la celebramos en la villa que se me había asignado. Cuando dos miembros del grupo empezaron a los arrumacos, dimos por terminada la velada. Estábamos cansados y al día siguiente teníamos un vuelo temprano. No sé si fue el ron o la marihuana que nos habían regalado, pero aparentemente fueron fatales para mi toma de decisiones. Porque, antes de irme a dormir, no tuve mejor idea que dejar en el balcón privado que daba a la playa, las pertenencias de los amantes clandestinos.

Un flamante Iphone constituía lo que luego sería el preciado botín. A la mañana siguiente, él -vamos a ser discretos porque era casado- vino a pedirme sus cosas. Cuando salí al balcón para buscarlas, ya no estaban. Nos quejamos en el hotel y el personal de seguridad dio vuelta la historia al punto de obligar a cada periodista a someterse a una requisa. «Es común que los pasajeros inventen que les han robado», intentó justificarse un empleado con un cerradísimo inglés. Molestos, no nos quedó otra que enfilar hacia el aeropuerto.

A la pareja furtiva no la vi más, pero cada vez que sufro un robo -de los no violentos, digamos- revivo el episodio. Me pasó un primero de enero de 2009, en una casa que rentamos en Mar Azul (Argentina). Recién levantados después de un 31 regado con demasiado champán, entraron dos empleadas a hacer la limpieza. Ante nuestras narices, en un descuido que no duró más de veinte segundos, una de ellas se llevó nuestro Ipod, el de la ruedita, que incluso estaba encendido con la música puesta. Inútiles fueron las quejas ante la gerenta del complejo turístico. E inútil  la inmediata compra de un nuevo Ipod,  puesto que me lo volvieron a robar en  el Holiday Inn de Montevideo dos meses más tarde.

Por supuesto, nada más políticamente incorrecto -y a veces injusto- que acusar de robo a las empleadas peor pagadas de la industria hotelera. Pero la realidad es que en la mayoría de los casos, los robos en hoteles ocurren en la intimidad de la habitación. Muchas veces por distracción, y otras, porque el sistema de las cajas fuertes alienta el robo. ¿O no recuerda la última vez que olvidó el código y un solícito empleado la abrió con sólo pulsar cuatro dígitos, abrirla por la parte de atrás, o usar una llave maestra? Además, en youtube hay docenas de videos de gente que abre una caja portátil con un clip de papeles o un par de pilas. Claro que hay antídotos caros para contrarrestar métodos tan baratos para quedarse con lo ajeno: en la web se vende una suerte de cerrojo que rodea la caja y detecta si se ha abierto.

Y si en el párrafo anterior hacía referencia a lo mal pago del trabajo de las mucamas, debo decir que hace unos días, en el Royal Islander de Cancún, tuve una suerte de epifanía. Al final del primer día de estadía, al regresar a la habitación, vi un sobre blanco, vacío, y con el nombre de la empleada, «Francia». Para la propina, deduje. Porque a pesar de mi más que respetable millaje en hoteles, era la primera vez que  me dejaban un sobre  para el dinero. Inmediatame recordé todos esos falsos escritorios de algunos hoteles que contienen un par de hojas de papel y algún que otro sobre con el membrete de la cadena. ¿Una suerte de seguro contra robo? ¿Dejar dinero por adelantado, para agradecer el trabajo y evitar tentaciones? En medio de estas cavilaciones, no dudé en dejarle unos billetes a Francia. Si le doy propina al tipo que me llamó un taxi o al que me sirvió una simple cerveza, ¿cómo no voy a dársela a la persona que hace mi cama, recoge mi basura y limpia mi baño? Además, su nombre en el sobre daba entidad a esta persona que la mayoría de las veces ignoramos. Hasta que tenemos un problema.

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