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Malvinas, a 34 años.

Cuando uno aterriza en las Islas Malvinas, siente el intenso  deseo de  volverse.

Llega a una base militar (Mount Pleasant), donde será recibido por hoscos   militares ingleses.  Los vientos despiadados que vienen del Polo atraviesan de un lado a otro a estas islas desarboladas.  Uno piensa que si estos páramos estuvieran en nuestras manos, estarían desocupados.  Un lugar mucho más lindo, la Isla de los Estados, que está a la vista del continente, se halla prácticamente desocupada. El pueblo, Stanley (Puerto Argentino para nosotros), parece una aldea inglesa de segunda. De noche, en ciertas épocas, el pueblo  refulge por la iluminación de los barcos orientales que depredan el Atlántico Sur.
Eramos dos periodistas de Clarín (el reportero gráfico Eduardo Longoni y yo).  Nos alojamos en el Malvina House.  No es lugar ni fastuoso ni embarazoso ni siquiera acogedor. Pero al menos te cubre del viento y de la lluvia.  Además de nosotros, había una docena de periodistas británicos. Ellos llegaron con bombos y platillos  a conmemorar un nuevo aniversario de la victoria inglesa.  Nosotros llegábamos a revisar  las amargas raíces de  la derrota. Nunca conseguí que los ingleses nos saludaran durante el desayuno. Ellos devoraban parvas de huevos revueltos con jamón crudo. Nosotros, un desabrido café con leche y dos tristes medialunas.  Después, todos nos dispersábamos por neblinoso  el archipiélago,  a revisar los restos que quedan de aquella guerra.

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