Gabriella Morales-Casas no recuerda su primer hotel, pero sí la cabaña en Puerto Escondido que rentó con Filippo, un novio italiano con el que casi se casa. Aquí, la historia, con iguana incluida.
Puerto Escondido. No recuerdo cuál fue mi primer hotel porque sería un bebé. Tengo más recuerdos de la adolescencia en mis viajes de quinceañera o de juvenil reportera, o de cuando me les salía del huacal a mis papás y acababan por “protegerme” en un hotel cinco estrellas, que arriesgarse a que me metiera en quién sabe qué tugurio.
Quizás, mi primera experiencia en solitario en un hotel –o sea, sin dinero de mis papás o de los papás de mi amiga Mireya de por medio– fue cuando me fui de viaje con el que iba a ser mi esposo, un tal Simone al que me gustaba llamar Filippo porque se escuchaba más mediterráneo (sí, bueno, tenía 23 años, denme tregua).
En fin, Filippo y yo hicimos un fabuloso roadtrip por el Pacífico mexicano hasta la Riviera Maya –en un Honda Civic recién comprado, y por cierto, para quienes dicen que son de manejo aburrido, déjenme decirles que sorteó todos los avatares de la sierra oaxaqueña en plenas lluvias de agosto, por allá del lejano 2003–; como él quería vivir la experiencia “Carlos Castañeda, con todo y peyote”, estaba más interesado en las cabañas y los hoteles chiquitos que en un resort de lujo. Peleamos en repetidas ocasiones porque yo reservé en Pichilingue mientras él quería irse a Los Pericos del Acapulco Viejo.
Cedí en Oaxaca. Me parecía justo que, en un sitio tan hippie como Puerto Escondido o tan decadente como Zipolite –todavía no había zen resorts ni hacían cursos de yoga en Mazunte, manas–, le diera chance de una experiencia muy al estilo “Y tu mamá también”. Su referencia cinematográfica sobre el puerto oaxaqueño no era, sin embargo, la película de Cuarón, sino un bodrio protagonizado por Valeria Golino llamado simplemente, “Puerto Escondido” (Gabriele Salvatores pensó que podía hacer esta clase de porquerías después de ganar el Óscar por “Mediterráneo”), en el que tres pelmazos italianos traficaban diamantes por accidente en el puerto oaxaqueño.
Le hice realidad su fantasía en un hotelito con cabañas, cuya única iluminación era un foco en el techo; las paredes y puertas estaban armados con troncos de madera y el techo era un palmar por el que entraba un poco de lluvia; la zona donde se hallaba el foco era de cemento y los cables llegaban hasta el baño, este sí, construido de concreto y mosaicos, donde una luz y un enchufe servían para lo básico.
La primera noche que pasamos ahí fue la quinta del roadtrip; yo me encontraba indispuesta y, para hacerla corta, como no me encontraba precisamente en el Camino Real, tuve que levantarme a lavar las sábanas y tallar el colchón ante la vergonzosa situación.
Cabe mencionar que, cuando llegamos al check-in, nos entregaron el reglamento en el que, por supuesto, decía: “Cualquier desperfecto ocasionado por estimulantes, bebidas embriagantes o similares, será cobrado por un monto de X dólares”. No sabía si este percance femenino aplicaba para esta cláusula, pero no lo quise averiguar ni estaba dispuesta a desembolsar una lana por esas sábanas corrientes y lijosas, a causa de un accidente natural.
Filippo, por su parte, si bien me ayudó a quitar las sábanas, me mandó a lavarlas mientras él fumaba en el sillón. “Ma! ¡É la tua sangue!” Me tardé horas en lavar y en secar con la pistola del pelo, al tiempo que le reclamaba cual “Matrimonio a la italiana” su desatención, imbecilidad y falta de solidaridad. Encabronada, emberrinchada y decepcionada, me percaté de que Filippo se había quedado dormido en el sillón, dejándome hablando sola.
Tendí mi cama, acomodé el mosquitero y me dispuse a apagar la luz. Al día de hoy desconozco si era la chafez de la cabaña o mi energía negativa fluyendo a mil por hora, pero al apagar el botón quemé no solo el foco, que echó chispas, sino la instalación eléctrica de mi inmunda cabaña ¡y la de las cabañas contiguas! Pum, flash, tsssss. Puk. Se tronó todo.
Filippo se despertó súper atolondrado, pero no le dije nada. Me enteré de todo lo anterior porque intentó prender las luces del baño y luego se asomó a avisarle al tipo de la recepción lo sucedido: así averiguó que había tronado toda la instalación eléctrica. Me hice la sueca. Es más, si se sabía que el epicentro de la explosión había sido mi cabaña, que pagara Filippo por cabrón.
Como era de esperarse, las sábanas seguían mojadas, así que no tuve más remedio que colocarme a la orilla de la cama para no sufrir –más– incomodidades. Mientras Filippo seguía en el argüende de la luz, me dormí. Pero al cabo de un par de horas me desperté porque sentí un cuerpo extraño cerca de mi espalda; asumí que era el tarado Filippo tratando de congraciarse después de su falta de caballerosidad y exceso de machismo, pero no…
Ofendida como estaba, me moví todavía más y le dije que no se me acercara hasta que encontrara una mejor forma de disculparse. Me contestó alguna sandez y noté que dormía en el sillón, “porque la cama está mojada” (Cínico… entenderán porque al final no me casé con él). A oscuras, sin luz y adormilada, di la vuelta para tocar aquel cuerpo extraño y cual fue mi sorpresa al sentir una piel dura y puntiaguda que parecía una bolsa de mano estilo aligátor. Se movió.
Entré en pánico, grité, maldije y salté de la cama, Filippo y yo nos volvimos a pelear por si las sábanas, pero la oscuridad y de paso otros viejos reclamos, y entre gritos y sombrerazos al estilo Messina/Mastroianni llegó el tipo de la recepción a callarnos: cargaba una lámpara y un palo (sí, un palo, porque NO era el Camino Real) y total que descubrimos al cuerpo extraño agazapado en una esquina de la habitación: era una inocente iguana, que seguramente habría buscado un poco de paz que en la concurrida playa llena de borrachales al ritmo de punchis-punchis no pudo encontrar.
Pobre, nadie le dijo que donde hubiera italianos nunca encontraría la paz.
A mí tampoco.
Comentarios