«Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», dice Mónica Isabel Pérez al describir su habitación en el Chelsea, esa suerte de hotel-pensión de artistas -Janis Joplin y Leonard Cohen tuvieron un affaire allí- que hoy está cerrado.
He tenido la fortuna de viajar desde pequeña y, por mi trabajo, también la de conocer muchos hoteles fantásticos. De todos esos, del primer hotel que recuerdo —en un roadtrip organizado por mis padres que nos llevó del Estado de México a Puerto Vallarta y de ahí a La Paz (Baja California)— tengo una memoria confusa, conformada más por texturas que por formas. Recuerdo, por ejemplo, unas paredes forradas con palma rasposa. Las tocaba todo el camino hacia la alberca y eso, aunque lastimaba mis manos, me parecía raro y emocionante. Era como si todo el hotel fuera una gran palmera. Debí tener unos cuatro años.
Pero el primer hotel que me marcó, fue el Hotel Chelsea, que no requiere mucha introducción. Me instalé ahí con una amiga en una fría noche de enero del 2010 a la que me gusta regresar algunas veces (como hice en este pequeño texto). La habitación era enorme. Tenía chimenea, un piano y ventanas con protecciones anti suicidios. El hotel era fantasmagórico, tétrico, decadente y lujoso al mismo tiempo. Teníamos dos habitaciones, cada una con un baño con tina, pero cuando desperté, mi amiga K. estaba a mi lado porque a la mitad de la noche había tenido miedo de que se le apareciera el espíritu de Sid Vicious.
Hicimos una sesión de fotos donde nuestro objetivo era vernos como los personajes que habían habitado el Chelsea. Teníamos una sola botella de vino porque habíamos gastado todo nuestro dinero en alquilar la habitación, así que la utilizamos como catalizador de inspiración y como prop al mismo tiempo. Yo me senté al borde de la cama, con un abrigo que aún conservo (y que desde entonces era viejo), y rompí mis medias negras para tener un efecto más Janis Joplin. La botella entre las manos y mi pelo desordenado hicieron el resto del trabajo. Hoy lamento que a esas fotos les pusimos filtros y las arruinamos. Pero era el inicio del último año de la primera década del milenio y esas pequeñas cosas nos tenían embelesadas. No conservamos las fotografías originales, que hoy seguramente se verían mejor que nuestros intentos de edición.
Cuando nos anotamos en el libro de huéspedes, sentí que me estaban incluyendo en una especie de cofradía. Me gusta pensar que esa noche me da un punto en común con la gente que me ha inspirado: Leonard Cohen, Patti Smith, Jack Kerouac, William Burroughs, Allen Ginsberg, Andy Warhol, Bob Dylan, Robert Mapplethorpe. Pensé, mientras escribía mi nombre, que tal vez mi estancia en el Chelsea me daría buena suerte en el camino literario que todavía no me atrevo a comenzar.
El verano pasado estuve en Nueva York y no pude evitar ir al Chelsea, sólo para pararme ante su puerta. Había algunos turistas europeos dudando si entrar o no. Al final lo hicieron. Los vi caminar hacia la recepción para saciar la curiosidad que yo me quité hace unos años. No me animé a entrar. No sólo porque sé que el Chelsea ya no es lo que era —que ni siquiera cuando yo fui hace siete años era lo que era—, sino porque me han dicho que, aunque uno siempre vuelve a los viejos sitios que amó, «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver».
Chelsea Hotel No 2, la canción que Cohen compuso para Joplin (años después, el recientemente fallecido músico lamentaría haber dado a conocer el affaire con la cantante).
Comentarios